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Vuelvo enseguida

Llegada a Bombay

Yo a la llegada a India le llamo mas bien alunizaje. Llegada a otro planeta. Cambio de chip, borron y cuenta nueva, punto y aparte.

Sali del aeropuerto de Bombay y me recibio una humedad densa, cargada, una atmosfera irrespirable y un calor infernal. No pasaba nada. Estaba en Bombay, India, pleno monzon, ciudad costera. Me daba igual que hiciese calor, frio, tronase o nevase. En menos de media hora, debido a una inusual eficacia de los controles de pasajeros en el aeropuerto, estaba en la puerta con mi mochila y un taxi esperando que debia llevarme al centrico barrio de Colaba, al sur de la ciudad. Encantada de la vida.

Bombay me gusto nada mas llegar. Es una franja de tierra en medio de un mar sucio, de color chocolate, del que sube una humedad imposible de describir. En las zonas de tierra, la vegetacion se come literalmente las calles. Es por eso que hay tanta humedad y tantos mosquitos. Como una gran urbe en medio de la jungla, rodeada de palmeras y cocoteros y plantas de todos los tamanos. La ciudad es bonita, sin duda. Mucho mas que Delhi o Agra. Me gusta Bombay porque destila alegria, movimiento, intensidad. Un lugar absolutamente abierto y cosmopolita, ruidoso, descomunalmente grande pero no intimidatorio. Hay por todas partes edificios coloniales, zonas verdes, avenidas amplias. Tambien hay semaforos, papeleras y pasos de peatones. Es la ciudad mas ordenada que he visto en India, la mas occidental, aunque hay anos luz entre esto y Barcelona, por ejemplo. Unos pajaros enormes y negros vuelan sobre los edificios, sobre las palmeras, sobre la vegetacion que devora las calles. Y siempre sopla un viento fuerte que trae olor a salitre. Y la gente en Bombay es especialmente amable y social. La calle esta permanentemente llena de gente que pasea, familias que compran globos a sus hijos o dan de comer a los pajaros. A pesar de la lluvia, me encontraba a gusto alli, pero queria marcharme pronto al Rajasthan, donde el clima es mas seco, y dejar Bombay para diciembre, cuando hiciese una temperatura mejor.

Escogi un hotel barato, porque Bombay es una ciudad carisima. Era un poco cutre, pero estaba limpio y tenia la puerta de la India a dos pasos, con lo que me ahorraba mucho dinero en taxis. En Bombay no hay rickshaws, y los taxis tienen tarifas mucho mas elevadas, asi que segun como suele salir a cuenta pagar algo mas y alojarse en el centro.

El primer dia en Bombay ya sucedio algo curioso. El dueno del hotel me propuso trabajar como extra en un anuncio para television, y evidentemente acepte. Toda una experiencia que me tomo una manana y por la que me pagaron 500 rupias, el precio de una noche en mi hotel. Fue divertido ver el modo de trabajar que tiene esta gente, que en el cine no difiere mucho del resto de las actividades: 80 personas para trabajar, y parece que nadie sabe que debe hacer. Todo lo que se aprecia es caos y confusion. Y el director dando gritos por un megafono. Y repitiendo diez veces cada escena. Mi trabajo consisitia en sentarme a una mesa en una terraza, en un segundo plano, y dar las gracias al camarero que me traia una taza vacia y un plato de pasteles de plastico. Desde luego, el dia fue entretenido.

Al dia siguiente quise ir a visitar un orfanato que estaba en las afueras de Bombay, en una localidad llamada Thane. Una hora de tren, y luego rickshaw. Pero en Thane nadie hablaba ingles. Fue totalmente imposible que el conductor del rickshaw entendiera a donde queria ir, y me tuvo dando vueltas durante casi una hora, hasta que me canse y le pedi que me llevara de vuelta a la estacion. De vuelta a Bombay, a mi hotel. Todo esto cargada con mi mochila, porque ya habia hecho el checkout. Tuve que pedir otra habitacion por una noche mas, dirigirme a la estacion de trenes Victoria Terminus y adquirir un billete para Jodhpur, en el Rajasthan, con salida al dia siguiente al mediodia.

Lo bueno que tuvo la "excursion" a Thane fue que pude probar los trenes locales indios. Utilice el vagon reservado a las mujeres, y debo decir que me sorprendio gratamente comprobar que ellas se comportan de manera mucho mas desinhibida cuando estan solas. Estuve todo el camino hablando con unas y con otras, haciendo fotos y partiendome de risa cuando una abuela aplasto una cucaracha de tamano gigante mientras su nieta se tapaba los oidos con una mueca de asco. Crujen como las patatas fritas. Aqui se le quitan a una las manias, desde luego.

A pesar de todo, el martes por la manana me levante con el cuerpo destemplado y algunas decimas de fiebre. Tambien estaba un poco decaida de animo. Imagino que fue el calor, los mosquitos, la contaminacion de Bombay, yo dando vueltas por Thane sin que nadie me entendiese una palabra, el recepcionista del hotel poniendo cara de circunstancias y diciendome que no tenia un termometro para comprobar si tenia fiebre. Sali a buscar agua y a dar un paseo, y entonces tuve una enorme sorpresa. Oi mi nombre a gritos, y al girarme vi a Jaime, un amigo y companero de trabajo. Los dos sabiamos que estariamos en India por las mismas fechas, pero, tal y como habiamos planeado los viajes, no ibamos a coincidir en Bombay. Pero yo no habia previsto pasar tantos dias en la ciudad, y para cuando el llego yo aun seguia alli. Por poco tiempo, sin embargo, porque mi tren salia solo al cabo de un par de horas. Las pasamos dando vueltas y tomando algo fresco en un bar, y luego tome un taxi en direccion a la estacion de tren, ya sin fiebre y con el animo en forma.

Y en la estacion de trenes de nuevo me di con la incompetencia india. Es tremendo. En general, no se pueden dejar cosas importantes en manos indias. Cuesta muchisimo encontrar gente trabajadora y competente en este pais. Pregunte a unos policias en que anden debia esperar a mi tren, y me dijeron un numero equivocado. Estuve media hora esperando un tren que no iba a llegar, mientras el mio salia de otro anden, en la misma estacion. Y lo perdi. Debi cancelar el billete y comprar uno nuevo para ese mismo dia, porque no queria pasar otro dia en Bombay. Le expuse el caso a uno de los funcionarios, que resulto ser el mas eficiente del lugar. Me hizo saber que no habian billetes disponibles para Jodhpur, pero si para Jaipur. Me daba igual. Compre el billete para un trayecto de 19 horas en direccion a un lugar donde ya habia estado y que no pensaba visitar, pero que ya se encontraba cerca de otros lugares a los que si queria ir.

De cuando me pasé al otro lado

De cuando me pasé al otro lado

Yo una vez tuve un compañero de piso que era muy creyente. Yo estoy bautizada y todo eso, pero una vez tuve uso de razón renegué absolutamente del cristianismo. Es un caso habitual de cuando se ha ido a un colegio de curas. Te meten la religión tanto por los ojos, que sólo hay dos posibilidades: o sales beato o sales anticlerical militante. Mi caso fue el segundo.

 

Lo bueno del cristianismo es que le quita al fiel una parte importante de la responsabilidad que tiene frente a su propia vida. Nada es mi culpa. La parte mala es que, si el hombre no es responsable de sus actos, su vida pierde una gran parte de sentido.

 

No quiero criticar a los creyentes. Ojalá yo pudiera creer en algo. La vida es mucho más fácil para la gente que tiene alguna religión. Te exime de tus culpas. En parte es algo parecido a toda esa gente que nada en dinero y no tienen ni idea de lo que ocurre en la calle, pero que duermen la mar de tranquilos en su “seguridad”. Un buen día, yo me di cuenta de hasta qué punto esa seguridad es virtual, teniendo en cuenta hacia dónde nos estamos dirigiendo como sociedad. Este modelo no se aguanta, se mire como se mire. Negarlo es sólo retrasar el momento en que no podamos dormir tranquilos.

Mi compañero de piso me decía que yo buscaba respuestas que él ya tenía, gracias al cristianismo. Pero yo pienso que no se tienen respuestas por creer. Simplemente, se aceptan como verdades cosas que son dogmas de fe. Eso no es una respuesta, pero sirve de consuelo. 

Habrá quien diga que, si Dios no existiera, sería necesario inventarlo. Yo más bien pienso que, si al final resulta que existe, será necesario abolirlo.

Niños prodigio

Niños prodigio

Hoy me gustaría comentar un tema que tiene la virtud de fascinarme y preocuparme en la misma medida: el fenómeno del “niño prodigio”. De todos es sabido que los niños, niños son, y que es responsabilidad de la sociedad el que crezcan sanos y mentalmente equilibrados. Por eso, es contraproducente, además de ilegal, obligarlos a trabajar antes de que hayan cumplido la edad mínima para hacerlo.

Niños prodigio siempre ha habido. El fenómeno lo iniciaron los USA, claro. Era enternecedor ver esas caritas inocentes por la pantalla, y esos cuerpecitos haciendo monerías para entretener al espectador adulto y de paso forrar de billetes a las productoras. Porque el fenómeno niño vende. Y cómo vende. Pero la fama es siempre breve, y las consecuencias pueden ser devastadoras. El cine yanqui se ha dedicado desde hace décadas a parir de vez en cuando algún fenómeno mediático con voz de pito y sonrisa angelical, lanzarlo al estrellato más alto para, a partir de la pubertad del retoño, desentenderse absolutamente de él y deshacer su vida en humo. La peor parte se la llevan los niños, los pobres, castigados sin infancia y ostentando graves problemas en su vida adulta.

Por ejemplo, quién no recuerda los ricitos de Shirley Temple. La Chirly, como la llamaban aquí, monísima vestida de soldadito en “El pequeño coronel”. Claro que ahí quedó todo. La carrera acabó con la misma velocidad con que empezó, y la pequeña Shirley dejó las pantallas mucho antes de lo previsto. Sólo en los USA podía suceder que acabase haciendo de embajadora.

Está también el caso de Judy Garland, la Dorothy de “El Mago de Oz”. A ésta le dio por las drogas y el alcohol, antes y después de engendrar a la cabaretista Liza Minnelli. Aunque ésta sí fue noticia hasta que murió, parece que no sale a cuenta que fuera a base de meterse todo lo que pillaba.

Gary Coleman, “Arnold”, no crecía, el pobre. A los quince años seguía con su metro cincuenta. Su carrera quedó igual de estancada que su estatura, y acabó tristemente, ejerciendo de aparcacoches.

Macaulay Culkin, empezó a drogarse tarde, hacia los veinte años, porque opinaba que era poco original hacerlo a los doce, como los demás. Al final lo pilló la policía, cargado hasta los topes de marihuana y estupefacientes varios. Sus progenitores, que son de darles de comer aparte, se dedican a tirar de su fortuna mientras él ahoga las penas en cerveza de supermercado.

Y qué decir de Michael Jackson. Exceptuando a Janet, de la cual no comentaré nada, nadie sabe qué fue de los otros tres del grupo. Para llamar la atención, Michael necesitó entre otras cosas montar un parque de atracciones, estrenar varios fiascos cinematográficos, cambiar el color de su piel y actuar como un esquizofrénico paranoide cada vez que se le presentaba la ocasión. El resultado es que ahora nadie le hace caso, ni a él ni a su carrera musical.

Pero mi favorita es Drew Barrymore. La niña de E.T. con nueve años era drogadicta y alcohólica. Hasta ahí, todo normal. Pero, además, intentó suicidarse en una ocasión, y a sus tiernos trece años pasaba las vacaciones en una clínica de desintoxicación. Después de dejar la mala vida, siguió con el cine, alcanzando de nuevo la popularidad con películas altamente… populares. Dejémoslo ahí.

 

En España también se vieron niños prodigio. Sin duda, hay que resaltar la importancia de Marisol y Joselito, que marcaron todo un hito en el cine de este país, catapultados a la fama en sólo un par de películas. Todo auguraba un futuro repleto de éxitos de pantalla. El hecho de que una se hiciera comunista y el otro narcotraficante no le resta ningún mérito al fenómeno, claro. Desde entonces, Marisol no aparece por la tele ni en los estrenos de su hija, y Joselito se quedó con aquello de cuatro cajcabele tiene mi caballo, que le va que ni pintao.

 

En resumen, señores padres, dejen a sus retoños crecer con toda la normalidad que sea posible y no les priven de su infancia. Suficiente crueldad es traerlos a este mundo como para hacer también que los espectadores los suframos a cada momento.

Vaticinio del regreso del kitsch a nuestros hogares

Vaticinio del regreso del kitsch a nuestros hogares

El arte contemporáneo, en cualquiera de sus vertientes, se halla a día de hoy totalmente desconectado de la sociedad que lo consume. Se ha vuelto elitista, y tan sólo es accesible a unos pocos ilustrados, porque sus métodos de expresión han dejado de ser concretos y figurativos y se dirigen, no a los sentidos, sino al plano intelectual del espectador. Por otra parte, cabe preguntarse hasta qué punto el objetivo del artista que crea un objeto es ser entendido por el espectador. Lejos de las vanguardias históricas de principios del siglo XX -tampoco comprendidas por el público de la época, no hay que olvidar-, parece que hoy por hoy no hay nada nuevo que inventar, y que el creador se limita a expresarse a sí mismo, cosa que, por otra parte, lleva haciendo desde el principio.

La vía escogida en muchas ocasiónes es la transgresión, y el afán provocador ha teñido buena parte de la producción artística de los últimos cien años. El problema es que el público se acostumbra a todo, y llega un día en que nada nos sorprende, ni nos impresiona, ni nos conmueve. El público se ha insensibilizado ante la enfermedad, la mugre, la miseria. Incluso ante la muerte. La sociedad está tan acostumbrada a ver la muerte todos los días en la pantalla de su televisor que ha perdido conciencia de la putada que es morirse. De modo que no asustan tiroteos, torturas, vejaciones ni horrores, porque con el tiempo hemos ido desarrollando una incapacidad absoluta de sorpresa o turbación que impide que creamos como algo real lo que estamos presenciando.

La provocación es necesaria para la sociedad. Actúa de revulsivo, de agitadora de conciencias, de estimulante para la creatividad y de rebelión y acción contra el medio. Pero, por lo mismo, es necesario que dicha provocación no sea gratuita, que esté justificada y motivada. Cuando se crea algo provocador, o algo rompedor, es a consecuencia de algo, y por ello tiene sentido. Una buena idea produce un buen objeto, y nunca al revés. Ese debería ser el método de trabajo, en lugar de ir buscándole justificación a posteriori a las creaciones artísticas, como haciéndolas entrar con calzador dentro de una filosofía de vida rebelde o inconformista. Es importante mantener la mente despierta para observar y sacar conclusiones, y la creatividad y la habilidad artística se encargará de traducirlas en el lenguaje que le sea acorde, sea plástico, cinematográfico o literario.

En realidad, bajo mi punto de vista, son necesarias nuevas formas de provocación. Se ha llegado a un punto en el que ya no se puede avanzar más por el camino que la manifestación artística venía siguiendo. Como en una encrucijada, se nos plantean diversas opciones a escoger. Y, desde luego, no se puede continuar por el sendero de la transmisión de conceptos a escalas intelectuales tan elevadas que son imposibles de interpretar por el público mayoritario. Quizá, como viene anunciándose de un tiempo a esta parte, la nueva provocación se encuentre en la nueva consideración de las manifestaciones antiguas a las que no se les había dado la categoría y el caché suficiente como para ser consideradas representativas de una época. El gran error de nuestra generación es olvidar cuánto le debe a su propio pasado inmediato, el pasado más popular y diario. Normalmente, cuando se llega al fin de una etapa se tiende a generar todo lo contrario, como reacción normal de negación. Si el arte conceptual elevado negó las manifestaciones populares más kitsch, quizá sea el momento de que las nuevas manifestaciones kitsch nieguen el arte intelectual, y todo parece apuntar que ésta es una vía abierta y muy activa.

Un hurra por los conceptos vacíos de sentido

Un hurra por los conceptos vacíos de sentido

«La felicidad: embustera, mentirosa, terca y sin bondad. Murmura frases aburridas que, al fin y al cabo, siempre hablan mal de mí»

Creo que ha llegado el momento de desmitificar la felicidad como tal. Durante toda nuestra vida, las personas nos empeñamos en el afán de ir en busca de ella como si fuera una meta en sí, como si se tratase de una piedra filosofal capaz de convertir en oro tu existencia. He llegado a la conclusión de que ésta es una meta que no existe, y que, en caso de existir, tampoco desearía para mí. La felicidad es la ausencia de preocupaciones, y la ausencia de preocupaciones la da la incapacidad de hacerse preguntas y cuestionarse las cosas, o bien el desinterés por todo lo circundante, en una especie de inercia bovina que es sólo ignorancia y falso bienestar.

Creo sinceramente que es necesaria una cierta infelicidad que actúe de motor y ponga en marcha los engranajes. Llegar a la felicidad comporta que la búsqueda de la misma se ha terminado, y opino que es mucho más interesante continuar planteando nuevas dificultades, nuevos retos que ayudan a la autocomprensión y a la autosuperación.

Debemos aprender a vivir con un grado de insatisfacción en nuestra vida, y aprender a llevarlo con dignidad. A ser conscientes de que existe, y de que debemos luchar por cambiarlo. He aprendido que no debo tener miedo a los malos momentos, porque sirven para darte cuenta de que, una vez que has tocado fondo, sólo te queda tomar impulso y salir nadando a la superficie. Creo que no hay que temer los ratos de vacío existencial o emocional. El vacío no es un miedo neurótico, sino la liberación de la propia neurosis. Hay que aprender a vivir con él y a aceptarlo como parte de uno mismo, o ese vacío acabará por destruir todo lo que eres.

Y nada más. Después de cargarme el mito de la felicidad y de hablar como cualquier libro de autoayuda barata, creo que ya he hecho bastante por hoy y que es hora de ir a la cama.

Capítulo 1

José despierta a sus miembros, uno por uno. Mueve en escalera los dedos de los pies. José dobla las rodillas, poniendo los pies planos sobre el colchón. Estira los brazos, nota cómo todos sus músculos se ponen en tensión. con un tremendo esfuerzo, abre los ojos y se ve, en calzoncillos, sobre las sábanas azules que cubren su cama. Está solo. Su mujer ha debido levantarse hace bastante rato, a juzgar por la claridad que entra por las rendijas de la persiana y teniendo como referencia el hecho de que ella ha madrugado todos los domingos desde que se casaron, hace ya más de quince años.

Si José estira las piernas, su propia barriga le impide verse los pies. Se siente ridículo, así, desnudo, rayado por la luz de la mañana. Desde la cama puede ver el aparato de gimnasia que compró las pasadas Navidades, cuando, en un rapto de entusiasmo salutífero, se propuso combatir el sedentarismo de su trabajo como funcionario en Correos, y los michelines que éste producía, a base de pedalear en una bicicleta estática. Vaya idea, había dicho su mujer, montar en bicicleta sin salir de casa. José había hecho oídos sordos al comentario, y estaba decidido a empezar una rutina deportiva que le permitiera ponerse en forma. Por supuesto, no lo había conseguido. A las pocas semanas de usarlo con asiduidad, y después de superar las primeras agujetas y molestias debidas a la falta de costumbre, el aparato había quedado relegado a la condición de mero objeto decorativo.

Cuando ha conseguido levantarse de la cama, José se dirige tambaleándose al baño. El espejo le devuelve la imagen de un rostro cansado, surcado de arrugas precoces. Mal afeitado, con bolsas bajo los ojos y una expresión de cansancio y desencanto. Durante la semana, José trabaja como funcionario para Correos. La suya es una más de una cantidad importante de mesas diseminadas en una sala de grandes dimensiones, con techos altos y buena iluminación natural. El trabajo de José consiste en clasificar el correo que llega a la oficina central. Si el destino de la carta o paquete está dentro de los límites geográficos nacionales, José pone el sobre en un carro de plástico verde. Si el destino del sobre o paquete es traspasar fronteras, lo depositará en uno de plástico rojo. Más de una vez, José se ha sentido tentado de meterse él en el carro de color rojo para entregar el sobre o paquete en mano a su destinatario. En estas ocasiones, José se evade y su mente vaga lejos de su cuerpo por lugares nunca visitados por el hombre, a donde no llegan las bocinas de los coches, ni los llantos de los niños, ni las respiraciones de las esposas. Es la fantasía de un hombre que no ha visto más mundo que su mundo, más ciudad que su ciudad, aparte de alguna visita esporádica al pueblo en que nació su madre.

Pero José expulsa de su mente estas ideas extravagantes tan pronto como aparecen, aquí hemos venido a trabajar, fuera estas ocurrencias que nada tienen que ver con el temperamento pragmático de un hombre de su edad y de su condición. En lugar de esto, José distrae sus pensamientos ahora mismo con las piernas de la compañera que se ha levantado delante de él, y de pronto se ha olvidado de que acaba de soñar con escapar de su vida. Hasta la próxima vez, al menos.

Raquel A.

 

 

De la inadaptación y sus consecuencias

De la inadaptación y sus consecuencias

Después de mucho tiempo sin escribir aquí por varias razones que no vienen al caso, vuelvo a las andadas y retomo esto.

Ayer de nuevo tuve la patente sensación de estar fuera de lugar en mi facultad. Me sorprendí a mí misma pensando el clásico qué-hago-yo-aquí. Aunque me gusta muchísimo lo que estudio, a veces me acosa este tipo de sentimiento de aversión hacia la frivolidad que representa mi objeto de estudio. No es que me haya equivocado de carrera: en realidad disfruto con las clases y profundizando en los temas que más me interesan, que son muchos. Estoy muy motivada. Pero no es debido a la carrera en sí, sino a que siempre me ha gustado aprender y sacar el máximo provecho de mis estudios. Soy un poco rata de biblioteca. Cuando yo era pequeña, estudiaba en un colegio religioso bastante riguroso, y antes de que cayera en la cuenta de que todo el tema de la religión era una patraña (y cuando lo hice no me devolvieron la pasta de la matrícula) veía como una posibilidad recluirme en un monasterio. Siempre he pensado que podría consagrar mi existencia al estudio, la meditación y la vida contemplativa, y no me resultaría complicado prescindir de la inserción social y el acomodo que supone la vida, digamos, civil. De todas formas, nunca me he visto casada y con niños, y hace relativamente poco que empecé a considerar la soltería como un estado civil digno y muy a tener en cuenta, en lugar de como un fracaso en la búsqueda de la media naranja. La verdad es que una vida monástica no hubiera supuesto ningún problema para con mi naturaleza, y en parte se puede decir que estos años me he tomado mis estudios con una especie de vocación religiosa. El problema es que para mí, que los votos de pobreza y castidad no hubieran sido ninguna traba, la religión tiene la culpa de la mayor parte de los problemas del mundo. Y tampoco se me da muy bien eso de poner la otra mejilla, de modo que mi vocación religiosa se quedó en nada en cuanto descubrí que no era compatible con las ideas progresistas y la mentalidad proletaria.

El caso es que sigo sin saber a qué me quiero dedicar. Me da igual no ejercer ninguna profesión relacionada con lo que estoy estudiando, porque de todos modos no hay nada que me llame suficientemente la atención como para dedicarle mi vida, y en mi caso sé que no sería simplemente ir a echar unas horitas y ya está. Tendría que entregarme a ello, y no me veo. De modo que me encuentro en un punto en que preferiría ser cajera de Mercadona a trabajar por ejemplo en un museo o una casa de subastas. Ayer estaba pensando que todo eso va contra mis principios de una manera que no podría tolerar. El arte es especulación pura y dura, no existe sin dinero de por medio, y no hay diferencia entre un corredor de bolsa o un especulador inmobiliario y alguien que se dedica a tasar lienzos. Millones gastados en un trozo de tela para que su propietario pueda fardar de que tiene un Goya y dejar con la boca abierta a las visitas. Un propietario que al fin y al cabo no tiene ni idea de lo que tiene colgando de un clavo en la pared de su salón, porque lo ha comprado por la misma razón por la que usa ropa de marca: por mantener un estúpido estatus de clase social de élite. Y como todo eso me resulta repugnante, no podría dedicarme a ello y dormir bien por las noches. Prefiero pasar paquetes de arroz por un lector láser o colocar botes de mermelada ordenados por colores en una estantería. Al menos así soy honesta conmigo misma.

 

A tener en cuenta

A tener en cuenta

Me gusta mi barrio. Pronto hará tres años que me mudé aquí, y la verdad es que cada vez me gusta más. No está en el centro, ni mucho menos, pero tener el metro en la puerta de casa acorta cualquier distancia. Es un barrio obrero, de los de toda la vida. Quizá no tengo vecinos catedráticos, pero disfruto tomando una caña en la terraza del bar de abajo, y el chino que tiene la tienda-almacén justo al lado es muy gracioso. Es un barrio de inmigrantes llegados hace cuarenta años desde Andalucía, Extremadura, Galicia y Castilla. Pocos de ellos hablan catalán, como mucho te dicen que "lo entiendo todo, y mis hijos sí lo hablan". Llegaron a la ciudad donde nací buscando la oportunidad que no les daba su tierra, y la encontraron en las fábricas, en los talleres. Muchos quieren volver "al pueblo", porque sienten nostalgia de su niñez.

Estas personas, gracias a las cuales Barcelona es hoy la que es, pasean y toman el sol en un parque que les construyeron hace un par de años. Un parque inmenso, de un diseño increíblemente moderno, urbanizado y pagado por una inmobiliaria americana, y regalado posteriormente al Ayuntamiento. ¿Extraña generosidad? No tanta. El regalo venía con la condición de que el Ayuntamiento hiciera una excepción a la norma que prohíbe expresamente la construcción de viviendas dentro de parques públicos. De modo que, dentro del perímetro del parque, se alzan cuatro manzanas de rascacielos que son como cajitas contenedoras de pisos de lujo, a más de 100 millones de pesetas cada uno.

Cualquiera que lea la prensa o no se tome la molestia de rascar un poco bajo el lujo y el olor a nuevo, pensará que los yanquis nos han hecho un favor. La realidad es que, como suele suceder, el favor se lo han hecho a sí mismos, haciendo creer a la opinión pública que son algo así como las hadas madrinas del siglo XXI. Lo mismo ocurrió con el desastre que fue el Fòrum de les Cultures hace ya casi dos años, aunque en este caso la opinión pública sí se dio cuenta, tan evidente era el descaro de la especulación encubierta bajo los lemas de sostenibilidad, diálogo y concordia generales.

Justo al lado, un centro comercial que es como una mole de dimensiones desproporcionadas en medio de la calle principal, ofrece ocio, consumo y diversión de plástico para disfrutar de tu fin de semana con los niños, que respiran el aire aséptico filtrado por las máquinas de aire acondicionado. Es muy entretenido pasear por un lugar en que el tipo de cliente es tan variopinto. Los usuarios van desde los gitanos de toda la vida, con el clan de los Heredia al completo, hasta los nuevos vecinos, parejitas jóvenes con niños pequeños muy bien vestidos y muy bien educados que utilizan los toboganes después de haber leído convenientemente las normas de uso.

Alrededor de este búnker han ido creciendo los hoteles de cinco estrellas como si de setas se tratase. Barrios a la americana sin un solo bar de tapas, con sus cafeterías inmaculadas, sus paredes blancas relucientes, se interponen entre mi barrio y el mar, y se van poblando poco a poco, aunque todavía desprenden una desagradable frialdad. Justo cuando por fin la playa de la Mar Bella había sido limpiada y declarada apta para el baño, las torres gigantescas nos impiden su visión. El nuevo barrio ha crecido dando absolutamente la espalda al barrio viejo, y el nuevo urbanismo, como suele hacer, niega la realidad de sus alrededores. A 200 metros del nuevo barrio los gitanos hacen hogueras para calentarse en invierno, en el descampado donde descansan los escombros que quedan de sus casas.

La primera generación que ocupó este barrio hace treinta años eran inmigrantes. Sus hijos no pueden adquirir una vivienda en el lugar que les vio crecer debido a que éste ya no es un barrio de trabajadores. Se ven obligados a emigrar, tal y como hicieron sus padres, a poblaciones del extrarradio de la ciudad. Barcelona no quiere trabajadores viviendo en ella. Es una ciudad escaparate, que vive de cara a la galería, y obliga a la gente que la tira adelante todos los días a trasladar su vivienda a una hora de tren de su trabajo. Una ciudad preciosa, sin duda. Pero una ciudad arrogante, burguesa, desagradecida, que mira por encima del hombro a sus propios habitantes. Y una ciudad que niega lo que fue no hace tanto, y lo que sigue siendo en la calle, muy, muy lejos de los despachos de los businessmen y de los hoteles de lujo.

Nadie se acuerda de que en la misma plaza del Fòrum se fusilaba a comunistas durante la guerra civil. En el lugar del parque había una fábrica siderúrgica que contaminó con sus humos y sus ruidos a todo un vecindario. Las fábricas del Poblenou caen una a una y ceden sus solares, vendidos a precio de oro, al barrio 22@. El barrio chino ya es moderno y ahora hasta "ravaleja" en pro de la convivencia multirracial, haciendo caso omiso a la falta de asistencia social que es su enfermedad endémica. El antiguo mercado de Santa Caterina tiene un tejado de colores chillones. Hay un hotel de cinco estrellas en la rambla del Raval, pero en la calle de atrás siguen vendiéndose las prostitutas. El tejido artesanal de la Ribera ha sido sustituido por Custo Barcelona. El Corte Inglés es una mole de cemento blanco que ocupa una inmensa manzana. La plaza de toros de las Arenas será pronto un centro comercial. La Mina a dos calles de Diagonal Mar. Barcelona ha perdido la memoria, y con ella se va su historia.

El pakistaní que tiene el locutorio me hace saber con su español de andar por casa que el número de fax que le he dado "no funsiona". En verano me duermo oyendo a unos chavales tocar la guitarra debajo de mi ventana. Cuando llega agosto, el chino propietario de la tienda cuelga un cartel en la puerta que reza que los domingos por la tarde su negocio permanecerá cerrado. Durante las fiestas, en verano, con todas las ventanas de casa abiertas, oigo lo que tocan los músicos sobre el escenario en medio de la rambla, y tengo la sensación de que los Chunguitos están en pleno concierto en mi comedor. Y todo esto tiene todo el calor del mundo.

Me gusta mi barrio.